Sería incongruente negar lo que en diversos libros y publicaciones postulamos algunos mexicanos preocupados por el devenir de la política educativa en los últimos años, en tanto la imperiosa necesidad de actuar profunda y sustantivamente en la materia como única forma de recuperar “el norte” en México. En este sentido, indicios como el peso específico que tiene la educación en el instrumento político denominado Pacto por México; el nivel constitucional dado a la llamada Reforma Educativa y sus leyes secundarias; y más pedestremente la detención policiaca con consecuencias de destitución política de la exlíder sindical Elba Esther Gordillo, dieron cuenta de una intencionalidad expresa de la administración del presidente Enrique Peña Nieto de asumir frontalmente este reto nacional, del todo reconocible y loable en tanto lo que conlleva en materia netamente educativa por el bien de México y de las futuras generaciones.
Ahora bien, más allá del reconocimiento antes expresado, como toda obra humana de envergadura nacional no está exenta de omisiones, errores o verdaderos desatinos. En este sentido, se hace necesario referirnos a varios de ellos que por su trascendencia pudieran dar al traste con las buenas intenciones antes aludidas.
No existe evidencia empírica alguna que los dichos o recomendaciones de la OCDE hayan elevado la calidad educativa de algún país.
En primer término conviene mencionar un aspecto que por su centralidad y naturaleza, fundamentalmente educativa, es insoslayable. Me refiero a la ausencia, en los tres elementos de política —citados en el primer párrafo de este escrito—, de las dos dimensiones que identifican el qué y el cómo de toda acción educativa según toda la teoría desarrollada hasta este momento en el tema: la pedagogía y la didáctica, su leitmotiv. En este sentido, las posteriores acciones que deriven de la Reforma Constitucional deberán buscar la forma de explicitar con toda precisión los aspectos pedagógicos y didácticos que pretenden mejorarse con ella, ya que de no trascender en ellos, la reforma será sólo administrativa y/o laboral, condenada, como las anteriores, a logros acotados a esos ámbitos, sin repercusiones en los niveles de calidad de la educación. Dicho coloquialmente: será una reforma de “más de lo mismo” desde el punto de vista de qué se enseña —la pedagogía— y de cómo se enseña —la didáctica—, vicio muy común en nuestro país cuando las acciones que se proponen, en este tipo de reformas, derivan de organismos cuya especialidad no es, ni ha sido nunca, la educación, llámese: Banco Mundial (BM) —reformas ejecutadas en los años noventa— o las actualmente derivadas de las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), organismo experto —como sus siglas lo postulan— en el “Desarrollo Económico” y no en educación, que dicho sea de paso, no existe evidencia empírica alguna en el planeta que sus dichos o recomendaciones hayan elevado la calidad educativa de país alguno.
En segundo término, la fracción IX del nuevo Artículo 3o Constitucional indica con toda claridad: “Para garantizar la prestación de servicios educativos de calidad, se crea el Sistema Nacional de Evaluación Educativa…”. Esta expresión es una verdadera exageración, que debe acotarse a su verdadera dimensión e implícita responsabilidad, ya que no existe experiencia alguna en el mundo que demuestre que la creación de un sistema o institución de evaluación educativa —sea cual sea su modalidad de gestión, organización, nivel jerárquico, cobertura, dependencia administrativa, etcétera— haya garantizado la prestación de servicios educativos de calidad. A un sistema de evaluación corresponde la responsabilidad de medir, definir, diagnosticar, evaluar, emitir juicios, declarar, recomendar o hasta denunciar el estado de situación, incluso el futuro previsible de los servicios educativos, pero en ningún caso garantizar su calidad; esto corres ponde única y exclusivamente a la Secretaría de Educación Pública (SEP) y a sus homólogas estatales, y cualquier enunciado que responsabilice a otra instancia es sólo retórica sin sustento alguno en la experiencia mundial; por tal motivo se hace indispensable delimitar la exacta responsabilidad del Sistema Nacional de Evaluación Educativa, a fin de no generar expectativas que desde ya se sabe no podrán cumplirse.
Concomitante con lo anterior, a últimas fechas han aparecido en distintos medios de comunicación declaraciones atribuidas al secretario de Educación Pública, en el sentido de que existe la posibilidad de que las pruebas de ENLACE puedan ser eliminadas. Renunciar a este ejercicio de evaluación, a lo que ha significado la aplicación de más de 100 millones de pruebas, a la información ahí contenida y a la que puede incorporarse con sucesivas aplicaciones, sería una verdadera estupidez, con perdón de la palabra.
El hecho de que la complejidad de la aplicación, el inmenso volumen que el operativo en sí significa, las fugas de información y la falta de explotación racional de ésta en el pasado, pudieran justificar la eliminación de este esfuerzo evaluativo a los ojos del sentido común, eliminarlo sería un verdadero despropósito, disparate, desatino, insensatez, hasta podría catalogarse como esquizofrenia del sistema; sería tanto como tirar a la basura más de mil millones de dólares —suponiendo conservadoramente un costo mínimo de 10 dólares por prueba diseñada, aplicada y procesada— (costo que incluye la investigación asociada al diseño del modelo de evaluación implícito, los ítemes, las pruebas, sus sistemas de seguridad, su reproducción, su transporte, la capacitación de los aplicadores, sus honorarios, el proceso de su información, el análisis de sus resultados, el diseño de la publicación de resultados, su publicación en sí, los sueldos y salarios de toda la estructura educativa, etcétera).
No es posible que una inversión de esta magnitud se deseche “así nomás”. Es necesario que se reoriente, redirija y que los señores del área de evaluación de la SEP y del INEE trabajen y optimicen el uso y explotación de esta basta y riquísima información acumulada y por acumular, como elemento de juicio para informar, evaluar y hasta denunciar el estado real de la educación mexicana y, sobre todo, para apoyar directamente la mejora educativa del país, pero por ningún motivo tirar a la basura todo el bagaje de información recabada. Lo que debiera revisarse y, en su caso, cambiar, es el cuerpo de funcionarios que no han sabido utilizar racionalmente este esfuerzo faraónico de todo el sistema educativo nacional, en ellos cabe la responsabilidad de no haberle dado el verdadero uso y valor que tiene.
Por otra parte, de persistir la prueba enlace en sí misma —como instrumento que implique consecuencias de las llamadas “duras” para los docentes y como elemento a considerar para determinar la permanencia, o no, de los docentes en sus cargos— las legislaciones o leyes secundarias de dicha reforma deberán hacerse cargo insoslayablemente de sus resultados, que sin contextualizar reflejan más las diferencias socioculturales de entrada de los alumnos y las condiciones de inequidad en que se da el hecho educativo que la acción educativa intencionada de los docentes y el esfuerzo de los alumnos.
La evidencia detectada de manipulación en la última aplicación de las pruebas de enlace pone de manifiesto otra dimensión verdaderamente lamentable que refleja la cultura muy arraigada en México de la “tranza”.
Es necesaria la construcción de un Índice de Esfuerzo Escolar (IEE), que aísle y controle las distorsiones que generan las condiciones de inequidad y las diferencias de entrada de los alumnos, a efectos de rescatar el verdadero esfuerzo realizado por los docentes y los alumnos, para un verdadero sistema de capacitación ad hoc a las necesidades reales de los docentes; un modelo de estímulos y recompensas; mecanismos de reciclamiento de competencias docentes y laborales, y, en última instancia, pensar en las consecuencias duras o la no permanencia laboral de los docentes. Decidirse por la no permanencia de los docentes a partir de los resultados brutos de enlace, antes de instrumentar un sistema racional de capacitación, apoyos y reciclamiento, es una verdadera barbaridad, que denotaría ignorancia por parte de las autoridades y atentaría contra los legítimos derechos laborales de los trabajadores de la educación.
Aunado a lo anterior, la evidencia detectada de manipulación en la última aplicación de las pruebas de enlace pone de manifiesto otra dimensión verdaderamente lamentable que refleja la cultura muy arraigada en México de la “tranza”, de “la mordida”, de “el que no tranza, no avanza”, de que “a mí no me den, póngame donde hay”, del “no me doy por mal servido”, etcétera. Desafortunadamente nuestro país cuenta, a nivel internacional, con el terrible lastre de ser reconocido por su corrupción, misma que permea todas las capas y estamentos sociales, aderezado por una impunidad que raya en lo insólito, desde los más altos estratos de la nación, hasta los niveles más bajos de la estructura social —a pesar de que haya una inmensa masa silenciosa que no participe de esa cultura—, cosa que debe avergonzarnos pues nos ha costado demasiado como país.
Por lo anterior he sugerido, en varios libros y publicaciones, que en México se hace necesario priorizar ciertos valores en la educación, sin demérito de todo el bagaje valórico que se pretende enseñar, transmitir, inculcar o, como ahora pomposamente se dice, “empoderar” en las nuevas generaciones a través de la educación, como una forma de atacar aquellos problemas que más lastiman nuestra identidad, que más envician nuestra diaria convivencia, que más indignan a nuestra sociedad —la violencia, la corrupción y la impunidad, respectivamente—, como pudieran ser los valores del respeto a la vida, al estado de derecho y a la honestidad. Evitando perdernos en un “mar” de intrincadas madejas de derechos y valores que acaban por ser meras declaraciones o listas a memorizar para el examen de civismo en las escuelas, pero que no tienen un significado o traducción real en los cambios de cultura que el país requiere y necesita con urgencia.
Por último, me referiré a la eliminación de la no repetición en los primeros grados de la educación primaria, misma que conviene analizar antes de tomar una determinación apresurada, tal cual fue su instrumentación en la administración pasada.
En primer término hay que reconocer que existen experiencias más que exitosas de esta estrategia, como es el caso de Japón, Corea del Sur o Noruega, países claramente desarrollados, o de naciones como Islandia, Eslovenia, Taiwán, Montenegro, Reino Unido o Finlandia —misma que corresponde a los grados superiores y no a los tres primeros—, o como Cuba en el entorno latinoamericano, con mucho el país con mejor nivel educativo de todo el hemisferio occidental.
Lo anterior no es gratuito, no sólo por el simple hecho de eliminar la repetición, sino que responde a fundamentos pedagógicos y hasta biológicos duros, definidos en la teoría constructivista del conocimiento, por lo que el tema merece una reflexión más seria y profunda. Lamentablemente esta estrategia educativa fue instrumentada en nuestro país —como muchas otras cosas—, copiando “en automático” y parcialmente lo que se hace en otras latitudes, o siguiendo las recomendaciones de organismos internacionales que no son especialistas en educación. La no repetición, en síntesis, es el reconocimiento de que en general todos los niños son capaces de aprender todo (con contadas excepciones), pero igualmente, que no todos los niños son iguales y que sus procesos de construcción de conocimiento no se dan al mismo ritmo ni a la misma velocidad, lo cual no se resuelve haciendo repetir el año a los niños, sino dando tiempo a que dicho proceso de aprendizaje se dé durante un lapso más amplio. Adicionalmente, el proceso de no repetición debe complementarse (lo cual no se hizo en el caso mexicano) con varias medidas que, de no existir, lo hacen contraproducente.
Podemos mencionar:
a) El acompañamiento de los alumnos durante esos tres primeros grados por el mismo maestro, lo cual permite al docente familiarizarse con las características educativas, físicas, psicológicas, sociales, emocionales, familiares, etcétera, de cada uno de sus 25 o 35 alumnos, permitiéndoles adecuar sus estrategias pedagógicas, didácticas y psico-sociales a cada uno de sus alumnos, devolviendo a los docentes el antiguo papel de tutor y verdaderos constructores de personas;
b) Apoyo especializado para los alumnos que los docentes detecten en ese periodo como atípicos, ya sea que presenten problemas de audición, visión, conducta, familiares, pobreza, etcétera, con el objeto de atender dichas atipicidades oportunamente, nivelarlos o canalizarlos a tiempo para su atención más especializada en caso de requerirse;
c) Fortalecimiento de las competencias psicosociales de los docentes para la detección y manejo inicial de conflictos en esos órdenes de sus alumnos y en su entorno familiar.
Complementariamente, la no repetición y el acompañamiento por ciclo de los docentes con sus alumnos, termina con la nefasta costumbre (no justificada ni sustentada por ningún instrumento normativo) de fomentar maestros especialistas de grado, como si la preparación profesional y el título que les acreditan como docentes indicara “Maestro de educación básica de x grado”, costumbre que contradice el más elemental sentido común, que nos indica que los más aptos se canalizan a enfrentar los problemas más complejos, lo cual no sucede en educación en la actualidad, en la que es costumbre que los docentes más experimentados se hagan cargo de sexto grado, que presenta menos dificultad que los primeros grados, en los cuales generalmente son asignados los maestros de nuevo ingreso, los recién egresados, sin experiencia. No se trata entonces de “cargarle” la mano a unos u otros, sino de distribuir las fortalezas y debilidades docentes homogéneamente en todos los grados y no direccionar las debilidades a los niños más pequeños y las fortalezas a los mayores.
La no repetición en los términos antes expuestos, y sólo de esta forma, resalta —insisto— el papel de tutor antes mencionado: resarce el valor social de su función, fortalece el compromiso por sus educandos, elimina en ellos sentimientos de culpa y fracaso, coadyuva a la disminución de la deserción y rezago educativo, reduce los costos de la educación, y, por ende, ayuda a elevar los niveles de calidad de la educación nacional.
En síntesis, reformar no significa eliminar, destruir, devastar y demoler; sino cambiar, transformar, mejorar y optimizar. Ciertamente algunas de las políticas y estrategias educativas del pasado reciente no fueron pensadas, ni instrumentadas con todo el rigor metodológico que requerían, pero tampoco es viable considerar que son totalmente absurdas, equivocadas o mal intencionadas, conviene reflexionar sobre aspectos que de suyo son rescatables, dejando a un lado revanchismos o descalificaciones políticas, pensando siempre en el mejor interés de las nuevas generaciones. Una década de inmovilismo y retraso del país en muchos sentidos requiere altura de miras, una visión de estadista, un realismo pragmático, un sentido profundamente nacionalista y rescatar y aprovechar todos los elementos positivos al alcance, sean estos de los adversarios políticos y de las huestes propias, so pena de que —de no asumirlo así— en el corto y mediano plazo México se verá rebasado por sus pares latinoamericanos, tal cual ya sucede si analizamos el comportamiento en muchos indicadores de países como Brasil, Chile, Paraguay, Perú, Uruguay, etcétera; condenando a nuestra descendencia a la mediocridad, pobreza y desánimo, que sólo una buena educación podrá evitar.