Un anuncio espectacular de la librería Ghandi señala: Los mexicanos sí leen, pero no saben qué. La confusa redacción contiene, quizá por lo mismo, dos significados evidentes, pero ambos útiles para la reflexión que intentamos en este texto. En primer lugar, la frase podría significar que cuando los mexicanos leen no entienden nada porque no saben qué están leyendo, lo cual hace de la lectura un ejercicio o práctica absolutamente inútil. La otra posibilidad sería que los mexicanos sí tienen ganas de leerlo cual resulta bastante dudoso a la luz de las evidencias— pero no saben qué leer, carecen de orientación y conocimientos para ello. Entonces no leen. ¿Quién los va a orientar en el disfrute y gozo de la lectura si sus maestros no leen, si en sus casas no hay libros, si sus padres no leen, si sus amigos tampoco lo hacen?

Leer y comprender lo que se lee es uno de los problemas más graves de la educación y la formación de los mexicanos. No se diga si a ello le añadimos una especie de incapacidad crónica para redactar bien, aun en los profesionistas egresados de las licenciaturas.

Y es que si no se lee, no se puede escribir bien. Este problema genera incapacidad para comprender el mundo, para interpretarlo y para describirlo o expresarlo. La mayoría de los mexicanos tienen un vocabulario que no excede las 2 mil palabras, de las cuales güey, cosa y o sea sustituyen a decenas, pero en el medio rural y en las ciudades pequeñas no excede las 300 palabras. ¿Cuántos mexicanos saben qué significan las palabras estulticia, zafio, devengar, pueril, obsecuente o bizarro, por sólo poner unas cuantas? ¿Cuántos sabemos la diferencia entre opción y alternativa si las utilizamos indistintamente?

Mucha gente sonríe cuando, ante el regreso de un político a la vida pública, por ejemplo, alguien comenta: pero no es lo mismo Los tres mosqueteros que Veinte años después. El sentido de este neorefrán es fácil de comprender, pero en realidad muy pocos de los sonrientes autosuficientes saben que se compone de dos títulos de novelas de Alejandro Dumas con los mismos personajes. En fin. Los ejemplos de lo que comentamos podrían llenar, además, de forma muy divertida, todas las páginas de este número de AZ, pero ahí lo dejamos para no solazarnos con la elucubración y la diversión. Perdón, sólo uno más, muy común. Con frecuencia alguna persona dice: cosas veredes, Sancho; el interlocutor asiente dando la razón ante el hecho zafio o sorprendente, pero lo más seguro es que ninguno de los dos ha leído jamás El Quijote.

El primero que tuvo una clara conciencia de la necesidad de hacer que el mexicano leyera fue José Vasconcelos. Por eso, en paralelo a sus brigadas alfabetizadoras, cuando estuvo al frente de la Secretaría de Educación Pública, creada por Alvaro Obregón, editó Los Clásicos, colección que incluyó 17 títulos, entre los que había obras fundamentales de la literatura universal. Fue el primer esfuerzo de ediciones masivas para el público —entonces se decía pueblo—. Se impulsó también la creación de bibliotecas públicas, un esfuerzo que permanece hasta el día de hoy.

Durante la gestión vasconcelista se crearon alrededor de 2 mil bibliotecas públicas; cierto que algunas de ellas no superaban los 50 volúmenes, pero empezaron a existir, incluso en locales de las presidencias municipales.
Es importante recordar que el Director de Bibliotecas, con 20 años de edad, fue otra figura singular de la educación en México: Jaime Torres Bodet.
A partir de entonces, el Estado mexicano no ha renunciado a su labor editorial ni a la necesidad de enfrentar el siempre vigente problema de la lectura. Por esfuerzos y colecciones económicas no ha parado. El catálogo de colecciones editadas sólo por la Secretaría de Educación Pública (SEP) hasta 1988, suma más de 500 páginas y hay en ellas títulos y autores memorables, nacionales y extranjeros. Siempre se ha considerado que editar libros de precio accesible ayudará a que la gente lea, pero la experiencia ha demostrado que el intento no funciona, porque la gente ni tiene el hábito de la lectura ni sabe qué leer, por lo tanto el precio no es promotor de la lectura. También se han hecho esfuerzos cíclicos por propiciar que los maestros lean y se les han creado colecciones específicas. En el último intento, en el sexenio anterior surgieron las bibliotecas de aula y escolares, esfuerzo loable, sin duda, con la pretensión de que los títulos incluidos para cada año escolar fueran leídos por maestros y alumnos.

Los avances son mínimos, demasiado lentos para lo que se debiera alcanzar: que por lo menos los mexicanos leyeran 6 libros al año. Sí, tan sólo 6 libros al año; esa cifra nos cambiaría la vida como país, como sociedad, como democracia. Esa cifra transformaría la educación, pues la comprensión de la lectura facilita el aprendizaje de todas las materias de cualquier programa.
Toda comprensión es abstracta, requiere razona- miento, capacidad de síntesis e incluso amerita una verbalización. Creo que hasta el día de hoy no se ha valorado adecuadamente la importancia de la lectura como elemento indispensable para la comprensión y disfrute de la ciencia.
Sin embargo, no es aventurado afirmar que los primeros enemigos de la lectura han sido los programas escolares de las materias de lengua y literatura, o como les llamen ahora. Cuando un alumno de secundaria es obligado a leer Las novelas ejemplares, La Celestina o La Divina Comedia, puede equiparar la literatura y la lectura con un método aburrido para cortarse las venas. Y eso era desde antes que hubiera, como hoy, las opciones de entretenimiento de la nueva tecnología. Y si en el medio rural, un estudiante de un centro del Consejo Nacional de Fomento Educativo (CONAFE) carece de esos aparatos de entretenimiento, tampoco va a disfrutar obras tan densas.

Como en Historia o Geografía, en Lengua y Literatura, los programas se empeñan en generar una catarata de datos para el alumno, datos que habrá olvidado por completo en el siguiente curso, y no se diga en su vida posterior. ¿Usted, lector, podría explicar hoy qué es el Romanticismo, el Clasicismo o el Siglo de Oro, quiénes sus principales exponentes y por qué? Me refiero a explicar bien. Pues nadie, a menos que sea un especialista. ¿Se acuerda de que lo estudió en la escuela? Sin embargo, sí recuerda el primer libro que lo sorprendió y enganchó para siempre en la lectura, y, seguramente, ese libro no tenía nada que ver con los planes de estudio de la primaria o la secundaria.

Rodger Bybee, presidente del Comité de Ciencias de la Prueba pisa de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), consi- deró —creo que con demasiado optimismo— que para que la educación mexicana mejore habrán de pasar diez años. Tenga o no razón, ninguna mejoría en la educación se podrá alcanzar sin la lectura.

¿Qué hacer? Mi experiencia en el sector público me ha enseñado que todos somos muy buenos para proponer acciones que habrán de ejecutar otros, como quien dice “les pasamos la bolita”. Llevar a cabo cualquier acción tiene una complejidad terrible, dentro del propio Gobierno y fuera de él. Y promover la lectura no es la excepción aunque todo el mundo —los que leen y los que no— digan “sí, sí, tenemos que promover la lectura; urge”.

Me atrevo aquí a sugerir diversas acciones, a fin de no dejar en ridículo la hipótesis del señor Bybee y, sobre todo, para ponernos a leer.

1. Quien lee tiene la responsabilidad de motivar a otros a hacerlo;

2. En la escuela, hacer de Lengua y Literatura una experiencia de lectura y no un ejercicio de memoria;

3. Que en cada año escolar los alumnos lean libros que puedan interesarles, acordes a su edad y no intentar iniciarlos en “las grandes obras”;

4. Que los maestros lean con los alumnos;

5. Que en las escuelas se organicen talleres de lectura con la participación de los papás;

6. Que los medios de comunicación, principalmente la televisión y la radio, realicen, como empresas socialmente responsables, campañas de lectura;

7. Que en las bibliotecas se organicen concursos de lectura, con premios. Al niño que demuestre haber leído más libros se le regalan ejemplares nuevos, buenos;

8. Que las bibliotecas públicas tengan libros actuales (best sellers, novelas, cuentos, poesía, historia, divulgación de la ciencia, biografías, etcétera);

9. Que los autores de libros infantiles hagan obras para niños inteligentes;

10. Que un día al mes sea el día de la lectura en todas las escuelas;

11. Generar un programa nacional con la iniciativa privada y con diversas organizaciones (sindicatos, ONG, etcétera) de “Adopte una biblioteca”, para que se hagan cargo de su mantenimiento y conservación.

Varios de estos puntos, o si quieren todos, pueden ser debatibles; dirán que algunas acciones ya se hacen, sí, pero parcialmente; que ya existen las bibliotecas de aula y de escuela, de acuerdo, pero hasta ahora sus resultados son pobres; ¿que es muy difícil hacer que los medios participen?, por supuesto, pero debemos encontrar la forma en que lo hagan. ¡Ni siquiera lo hemos intentado seriamente con los medios públicos! Nuestro problema con la lectura y lo que de ella se deriva es muy grave y aumenta conforme se incrementa la población.

 

Declaración de Uso de Marca: El trámite que muchos emprendedores olvidan.

Artículo anterior

Innovaciones en el Juego: nuevas variaciones y tecnología

Siguiente artículo

Más en Archivo AZ

También te puede interesar