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LA REVOLUCIÓN DE LOS LECTORES

Quienes trabajamos en el universo de los libros llevamos varios años escuchando las preguntas del Apocalipsis: ¿Van a morir los libros con la llegada del eBook, del Kindle y de los otros dispositivos electrónicos? ¿Qué van a hacer los editores ante este embate tecnológico? Imagino que quienes hacían cine o radio escucharon preguntas similares cuando se inventó la televisión y después muchos profetizaron que ésta desaparecería con la llegada del Internet. A la gente le encantan los “fines del mundo”. Son más taquilleros que los cambios, las incorporaciones paulatinas, las convivencias armónicas o la vida real.

Ciertamente, la llegada de las computadoras —como la de cualquier otro avance tecnológico— debe marcar una huella en el libro, como la ha dejado en el cine, en nuestros gestos cotidianos y hasta en nuestra manera de conversar y relacionarnos. Hace un par de semanas llegué a una sala de espera en la que ocho personas mandaban mensajes con sus teléfonos, revisaban las noticias o escuchaban música, pero ninguna de ellas conversaba entre sí. Me pregunté: “¿Ésta es una prueba de la tan preconizada deshumanización que supuestamente la tecnología trae consigo?” No. Anteriormente la gente tampoco platicaba en las salas de espera. Algunos hojeaban la misma revista médica una y otra vez; otros buscaban figuras ocultas en el tirol del techo, algunos más aprovechaban para dormitar, pero muy pocos conversaban con sus compañeros en esas pequeñas prisiones que son las salas de espera. Y sin embargo, quien antes leía un libro en tan claustrofóbico lugar, muy probablemente ahora lo siga haciendo: un libro grande, o uno de bolsillo, un libro electrónico o hasta unas fotocopias. Y es que el libro es mucho más que lo que los milenaristas de la cultura quieren creer.

Un libro no es sólo su soporte del papel. Es una puerta abierta, una posibilidad de diálogo, un exhorto a la imaginación o a la reflexión. Alicia en el país de las maravillas es igual de bueno en su elegante edición inglesa con las ilustraciones de John Tenniel que en su reciente versión para iPad. Se trata en ambos casos de la misma invitación al delirio onírico, de la misma posibilidad de encuentro con la fantasía, del mismo exhorto a sonreír con los equívocos de situaciones y palabras. Tal vez la única diferencia sea que el lector que se encuentra con el texto de Carroll en su hermosísima edición inglesa es radicalmente distinto de quien entra en contacto con este fabuloso texto a través de un iPad. Mientras que el primero puede ser un adulto tradicional, cuya edad puede rebasar la sexta o séptima década, muy probablemente el segundo sea bastante menor y debe estar más familiarizado con el universo cibernético y su vértigo de imágenes, hipervínculos e información.

Hay peores cosas que quemar libros, una de ellas es no leerlos

Ray Bradbury

Esta reflexión —que pudiera parecer evidente— nos invita a pensar en dónde está la verdadera transformación que implica esta revolución tecnológica. No cambian los libros, cambia el mundo, los lectores que se acercan a los textos con una actitud diferente.

Los lectores contemporáneos tienen otras formas de acercarse al libro: han cambiado desde la manera de tomar los ejemplares en sus manos, las posturas para leer, los caminos para apropiarnos de las ideas, la velocidad de lectura y el pulso de nuestra reflexión. Ha cambiado incluso su sentido de la fantasía, la idea de conocimiento y la manera de mirar. Pero es tarde para preguntarnos por estos cambios porque muchos ya sucedieron y otros apenas ocurren frente a nuestros ojos, mientras nos detenemos a preguntarnos por el fin del libro y, con él, de la aventura del conocimiento.

Libreria

Habrá libros mientras existan lectores que quieran recorrer sus palabras para traer a sus vidas algo que sólo saltando entre sus líneas se puede encontrar. ¿Por qué, entonces, nonos dejamos de preguntas sin respuesta y empezamos a pensar en cuáles son los caminos para llegar a más lectores: tanto a los que prefieren la lectura pausada de los volúmenes en papel, como aquellos que se sienten más familiarizados con la vertiginosa lectura de las pantallas? ¿Qué mecanismos debemos encontrar como editores para que nuestros ejemplares aniden en su pensamiento y en su conciencia afectiva? ¿Cómo hacer que la relación del lector con el libro siga siendo la de una caricia, pese a las dificultades que pudieran presentar los soportes tecnológicos? ¿Por qué no pensamos en los desafíos de los nuevos medios? ¿Cómo se insertan todos estos dispositivos en el mundo contemporáneo? ¿Qué grupos sociales tienen acceso y pasión por el libro de papel y cuáles han optado por el digital? ¿Cómo adaptar los lenguajes de un medio en otro? ¿Y cómo garantizar la pervivencia de ambos?

En torno al libro electrónico hay miles de preguntas que plantear. Ciertamente la más ociosa es si el libro impreso está condenado a desaparecer. Y es que, mientras seguimos preguntándonos por el supuesto Apocalipsis del libro, hay quien trata de migrar a ciegas a estos nuevos horizontes, con consecuencias que a largo plazo pueden ser fatales. Hay quienes creen que el reto es sólo transportar las ediciones de papel a formatos digitales. Pero no. Uno de los desafíos es garantizar los derechos de los autores tanto como los de los lectores. ¿Cómo proteger a los creadores y editores de las copias ilimitadas que pueden elaborarse de los formatos digitales? ¿Cómo garantizar a los lectores una experiencia adecuada con estos nuevos medios? ¿Qué costo deben tener las descargas en proporción a los ejemplares de papel cuya venta desplazan? ¿Qué libros son más factibles de migrar a los nuevos formatos y cuáles tardarán un poco más en llegar a estos universos? ¿Cómo lograr que el acto de leer nunca deje de ser un gozo, un placer, un paraíso?

Más que presagiar un nuevo “fin del mundo”, es importante comenzar a reflexionar seriamente en torno al libro electrónico, sus posibilidades y consecuencias. Y, sobre todo, pensar en los lectores. Es nuestra responsabilidad plantearnos todas las preguntas sobre ellos, explorar los posibles desafíos que se presenten en torno al libro y proponernos nuevas interrogantes sobre el acto de leer. Sólo así podremos garantizar que el libro sobreviva en la mayoría de sus soportes, para que nos siga ofreciendo respuestas, compañía, reflexiones, ejemplos y, sobre todo, la fabulosa posibilidad de compartir, a través de sus páginas o pantallas, la aventura de la vida con todos aquellos a quienes hubiéramos querido conocer.

Gabriela Olmos
Editora y subdirectora de la revista - Artes de México -

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