El VPH es una de las infecciones de transmisión sexual más comúnes en jóvenes de entre 14 y 19 años de edad. Hasta hoy se han identificado aproximadamente 100 tipos genéticamente diferentes, 40 de ellos podrían atacar el tracto genital femenino y causar papilomas escamosos benignos, mejor conocidos como verrugas. El resto está relacionado con el desarrollo de cáncer cervicouterino o anogenital en 90%.1
La infección por este virus sigue un proceso muy complejo que comienza con su introducción a las células, luego la producción de cambios a nivel celular y termina con la aparición de las lesiones. Esta es una de las infecciones más complicadas de entender y de tratar, ya que genera muchas dudas no sólo en quien la padece, sino en quien la trata. En la mayoría de los casos no hay síntomas o manifestaciones clínicas que ayuden a detectar la infección. La probabilidad de presentarla aumenta con el número de parejas sexuales que se tengan. Para su diagnóstico y tratamiento es necesario acudir con el ginecólogo, para que evalúe el riesgo de contagio y solicite los estudios necesarios para detectar las lesiones; los más comunes son colposcopia, biopsia, pruebas de ADN viral específico, y el Papanicolau. Este último es el método más efectivo en el diagnóstico y prevención del cáncer cervical; sin embargo, para la detección del VPH sólo es efectivo en 30 de cada 100 casos.
Los distintos tipos se han clasificado en dos categorías (de alto y bajo riesgo), con- forme su capacidad de producir infecciones que terminen en lesiones malignas o cáncer. Aunque el VPH es muy frecuente en el mundo, es importante decir que la vía sexual no es la única manera de contagio.
El virus tiene una “preferencia” por los epitelios, es decir, por la piel o los tejidos que recubren alguna superficie como el interior de la boca, de la vagina o del ano. Para que un médico pueda ver una lesión (y tratarla) tiene que existir una exposición inicial y una replicación viral que dé origen a la formación de lesiones. Éstas pueden producirse en cualquier parte del tejido, pero preferentemente en zonas como el cérvix.
El tiempo que pasa entre una infección primaria y una lesión de cáncer suele ser superior a los 10 años, lo que permite detectar y dar tratamiento adecuado antes de que evolucione; de ahí la insistencia para que todas las mujeres se realicen estudios regularmente, atendiendo a sus antecedentes, edad y riesgo.
Es necesario evaluar permanentemente a quienes ya hayan tenido una infección de este tipo por dos motivos principalmente:
1. Es más probable que se presente de nuevo a diferencia de quien nunca se ha contagiado, y
2. Es posible que, durante el tratamiento, existan células contagiadas en alguna otra ubicación, que podrían originar una nueva lesión.