La participación social se ha convertido en un tópico controvertido, no sólo porque su promoción conlleva diferentes fines u objetivos, sino porque hay grandes polémicas respecto de cómo se debe llevar a cabo, más allá del mero discurso. En México, la participación social en la educación no es un fenómeno reciente: en 1993, a través de la Ley General de Educación, se crearon los Consejos de Participación Social en Educación, pero su operación ha sido muy irregular y muchos de los consejos sólo existen en papel. Se conoce poco sobre cómo participan padres y sociedad civil, particularmente en medios rurales e indígenas; aunque, en general puede decirse que la gran mayoría de quienes se involucran en la educación, en todos los medios, son padres de familia que restringen sus acciones a la recaudación de cuotas para la escuela, la organización de convivios y/o la reparación de la infraestructura escolar. Rosemberg (2003) sostiene que la participación social dirigida exclusivamente a darle mantenimiento a las escuelas tiene el fin de reducir la inversión del Estado en la educación.
La participación puede ser simbólica o intensa y apasionada, breve o duradera. La parte en que el participante actúa puede ser mayor o menor, más o menos importante. El propósito de la participación puede ser personal o social; preocupado por la transformación de las cosas, o por mantenerlas como están. Y hay muchas formas de involucrarse: como usuario, donante, director o planificador y encargado de tomar decisiones.
Basándonos en un enfoque al que llamaremos desarrollista, consideramos que la participación social se plantea como una estrategia que puede incidir en múltiples dimensiones y no reducirse sólo al estado de la infraestructura escolar. Puede incluso incidir en cuestiones relativas a la justicia social, es decir: buscar y propiciar condiciones para una participación social más igualitaria en términos de una redistribución equitativa de los recursos, así como del acceso equitativo a oportunidades de desarrollo y participación en la toma de decisiones.
Las preguntas que están en la base del cuestionamiento ¿qué tipo de participación social queremos promover? son: ¿Qué educación queremos? y ¿para qué tipo de sociedad queremos educar? Cabe prevenir una gran diversidad de objetivos y de anhelos sobre lo que deseamos y esperamos de la educación (Dalhberg et al. 2005).
En este sentido, desde hace varias décadas, la sociedad civil ha coadyuvado de distintas maneras a la construcción de espacios democráticos de diálogo y formación ciudadana, así como al debate sobre los objetivos de la participación social en la toma de decisiones. En nuestro país, las organizaciones civiles y sociales juegan un importante papel en la constitución de una cultura política más participativa y menos autoritaria, sobre todo a través de la suma de esfuerzos que se traduce en organización de redes. Incidencia Civil en Educación (ICE) es un espacio de coordinación de organizaciones civiles que busca incidir en política educativa. Surge en 2003 y sus objetivos principales son:
a) establecer permanentes espacios y mecanismos de interlocución con las autoridades educativas en los ámbitos federal y estatal; y,
b) fortalecer las capacidades de articulación, análisis e incidencia de las organizaciones de la sociedad civil en materia educativa.
Para ver el alcance de la participación social en la educación, se vuelve muy importante preguntarnos quiénes participan, pues aunque en ocasiones se realicen convocatorias abiertas para que la sociedad civil contribuya, muchas veces el derecho a colaborar se restringe a quienes tengan hijos en la escuela. Sobre este punto, Cook (2002) advierte que los programas que consideran sólo a los usuarios de los servicios educativos —generalmente a los padres de familia y/o sus hijos— se convierten en investigaciones de “mercado”, donde los “clientes” pueden hacer llegar formatos de “quejas, sugerencias y felicitaciones”, pero no se pide la participación para asuntos sustanciales.
La aparente apatía de la sociedad para participar en programas educativos puede atribuirse a una incapacidad institucional para explicar clara y cabalmente el objetivo de la contribución de la comunidad o la falta de tiempo para poder formar un espacio que resulte significativo para los potenciales participantes (Brown y Liddle, 2005). La desidia también puede explicarse como una resistencia para aceptar a las instituciones gubernamentales, en especial cuando hay una historia de descuido, abuso o negligencia.
Chinsinga (2005) documenta cómo la implantación de programas educativos basados en la participación tiende, a veces, a ignorar las redes existentes de organización informal. Sin embargo, las comunidades se inclinan a participar de acuerdo con sus pautas culturales y de organización (Delgado, 2006). La cuestión es compleja, pues también se reporta cómo, en ocasiones, el respetar la organización tradicional lleva a reforzar formas poco democráticas. Estas prácticas se extienden también a agrupaciones gremiales o políticas que suplantan a la sociedad y cambian su diversidad intrínseca por la uniformidad de una visión institucional. Por el contrario, Barnes, Newman et al. (2005) reportan cómo, a partir de la necesidad de nombrar representantes para los comités de participación social, algunas comunidades son capaces de reconfigurar sus redes informales y crear formas más participativas y democráticas que las anteriores.
Por ello, es imprescindible enunciar con claridad los objetivos de involucrar a la sociedad, y contar con un buen número de estrategias para promoverla y fortalecerla en gran diversidad de circunstancias. En este sentido, falta mucho por hacer en cuanto a la participación social en general y la infantil en particular, pues los niños y las niñas, salvo algunas excepciones, han sido ignorados en la mayoría de las políticas y los programas que buscan fortalecer la participación en educación, pese a que ellos son parte activa y esencial de la comunidad escolar.