Sí, es posible un mundo con una humanidad mejor. Pero tal vez hoy la primera tarea sea salvar la vida
En tiempos de indignación y rabia social, quizá tenga razón el expresidente Mujica en cuanto a la tarea de salvar la vida. Desde esta consigna, la escuela no puede resignarse a vivir en el “descontexto”, manteniéndose inmune al descontento, educando para la domesticación desde un modelo de mando-sumisión, sino que debe rehacerse como opción ética desde una gestión democrática alternativa.
Uno de los retos fundamentales y urgentes que tiene que atender y enfrentar la educación, además de la formación académica de los estudiantes, es el de restaurar la convivialidad humana, como plataforma pedagógica-humanista para proteger, defender, respetar y reivindicar la dignidad humana, en y desde las escuelas.
Esta intencionalidad de educar a favor de la dignidad humana, tendería a colocar por encima del homo sapiens al homo dignus.
Xesus R. Jares lo plantea así:
En efecto, al indagar en los pilares sobre los que queremos construir la convivencia, los derechos humanos representan la opción idónea y legitima. La idea central en la que se asienta el concepto de derechos humanos es el de la dignidad inherente a todo ser humano (Jares,1999b). Y sobre este punto de partida debemos construir la convivencia en todos los ámbitos sociales. Dignidad que se sitúa entre cualidades esenciales: libertad, justicia y plena igualdad de todos los seres humanos.1
Apelar a la centralidad de la dignidad humana, como pilar fundamental en la obra educativa de la escuela es, aquí y ahora, una necesidad urgente para rearmar la utopía ética humanista y la pedagogía de la esperanza, que empoderarán a la escuela en su batalla por superar su propia crisis y enfrentar el mundo de la “civilización barbarizada” manifiesta en la depredación social, humana, ecológica y física.2
Desde esta perspectiva, situamos el problema de las normas, el orden y la disciplina. La disciplina en la cultura escolar, más que entenderse como una disposición del discípulo para aprender, es un concepto asociado al orden, control y sanción del comportamiento de los alumnos. Idea que ha llevado a la escuela a instituir reglamentos y dispositivos de control para la disciplina de los estudiantes. La escuela aparece, sin exagerar, como un sistema carcelario en el que su mayor preocupación y ocupación es mantener sometidos, controlados y en orden a sus estudiantes. En la secundaria, por ejemplo, existe todo un aparato burocrático que se encarga de esta tarea, de tal manera que un alumno indisciplinado debe pasar desde prefectura y trabajo social hasta el departamento de orientación para ser sancionado de acuerdo a la falta cometida y los dictados del reglamento escolar vigente.
El reglamento escolar es el instrumento “jurídico”, legal, en el que se plasman las reglas que deben acatarse y sancionarse en caso de violación a las mismas. Muchos de estos reglamentos tienen un carácter prohibitivo y represivo, al contener una larga lista de conductas negativas de los estudiantes que son objeto de sanciones. Están escrupulosamente diseñados para otorgar una puntuación que marca los grados de “delincuencia escolar” y sus sentencias se proclaman como inapelables.
Revisemos un reglamento de secundaria, estructurado en cinco artículos, advirtiendo en el primero que la norma se sustenta en el “reglamento interior de trabajo de la SEP”, en otro se dice textualmente que: “Todo alumno está obligado a respetar íntegramente las normas de ese reglamento escolar, y las disposiciones de la dirección de la escuela, así como el trato respetuoso a sus maestros, personal administrativo, intendentes y compañeros”.
En cuanto a las faltas, se clasifican en leves, graves y lesivas al prestigio y buen nombre de la escuela. Algunas de estas faltas y sanciones son:
Este modelo de reglamento es el que prevalece en la mayoría de las escuelas y como podemos observar está dirigido exclusivamente a controlar y sancionar los comportamientos de los estudiantes, su contenido y características obedecen a un modelo de gestión de la escuela caracterizado por el verticalismo y autoritarismo.
Lo mismo sucede con los reglamentos del aula, en los que se expresan prohibiciones y acatamientos para los alumnos, que van desde no tirar basura, no salir sin permiso, hasta no proferir insultos. Esta pedagogía del “no” es clásica en las concepciones derivadas, como la analizó Paulo Freire, de una educación bancaria, en la que se asume al alumno como objeto y no como sujeto, y por lo tanto es él quien tiene que obedecer y recibir como recipiente los conocimientos dados por el profesor.
Si estos reglamentos tienen como propósito controlar, intimidar y sancionar a los estudiantes, pueden ser muy eficaces, pero crean un ambiente de malestar en los jóvenes que se ven obligados a “cuidarse” de sus maestros, prefectos y trabajadores sociales para seguir haciendo lo que les tienen prohibido. Por lo tanto, no contribuyen a fortalecer una convivencia sana y pacífica y están muy lejos de garantizar los derechos humanos de los alumnos, provocando en las chicas y chicos una animadversión y rebeldía hacia sus maestros y su escuela.
Ante un escenario de crisis de gobernabilidad, las comunidades educativas deben de evaluar sus fortalezas para potenciar un cambio en las formas de gestionar la normatividad y la aplicación de esquemas disciplinarios que no atenten contra el desarrollo ético-humanista de los adolescentes. Y si, como lo expresara Paulo Freire, las estructuras no permiten el cambio, hay que cambiar las estructuras. La claudicación de la escuela ante la necesidad del cambio o la renovación pedagógica, se arraiga desde la mentalidad docente de que “no puede hacerse nada”, “siempre ha sido así” y “así seguirá”, por ello debe trabajarse en un lenguaje de posibilidad desde una pedagogía de la esperanza.
“Re-encantar” la escuela para reivindicarla como una esfera pública democrática, en la que se forjan ciudadanos en libertad, igualdad y fraternidad.
La escuela como organización no puede funcionar sin normas que regulen la convivencia entre sus miembros. El mismo acto pedagógico en el aula se antoja casi imposible en un ambiente conflictivo o anárquico. Nadie educa a nadie en un ambiente conflictivo de desconfianza y violencia de todo tipo. Una escuela ingobernable está imposibilitada para tener un proyecto educativo.
La disciplina entonces tiene que re-conceptualizarse como un código de convivencia, en el que se anuncien los derechos y deberes de todos los miembros de la comunidad escolar o en una carta de derechos y deberes. Para que esto ocurra es condición necesaria que la escuela sufra un proceso de transformación radical. Un ambiente de justicia y legalidad, como marco para una convivencia sana y democrática. No sucederá por decreto, ni de la noche a la mañana.
Silvia Conde recupera estos planteamientos, cuando afirma que:
Al formarse como ciudadano, al vivir en un mundo regulado y participar en la definición de las reglas de los grupos en los que está involucrado, el alumnado comprende qué es una norma, una regla y una ley, identifica su importancia como reguladoras de la convivencia social y construye su sentido de justicia. Convicción y responsabilidad emergen cuando los alumnos han participado en el diseño de las reglas y cuando se busca un aprendizaje significativo. Niñas y niños comprenden que se requieren ciertas condiciones para aprender (niveles tolerables de ruido, respeto al trabajo del otro, asistencia a clases, puntualidad) tanto como condiciones de seguridad y bienestar (evitar accidentes, acciones riesgosas, adecuada iluminación y ventilación). También aprenden que es responsabilidad de todos construir estas condiciones a partir del comportamiento responsable, la autorregulación y la regulación entre pares.3
NOTAS
1 Jares R., Xesús, Pedagogía de la convivencia, Madrid, Graò, (Biblioteca de aula) pp. 120-121, 2008.
2 Quiroz Miranda, Sergio, Ocho ensayos y una entrevista. La utopía del siglo XXI, México, Colin y Asociados, p. 10, 2008.
3 Conde, S., Entre el espanto y la ternura. Educar ciudadanos en contextos violentos, México, Cal y Arena. 2010.