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LA EVALUACIÓN EN EL SECTOR CULTURAL

LA EVALUACIÓN EN EL SECTOR CULTURAL

Una vez que hemos revisado rápidamente conceptos generales sobre evaluación, en el caso de la cultura podemos decir que, en términos de desarrollo de políticas públicas, las políticas culturales están entre las más jóvenes -incluso en los países más desarrollados no alcanzan los cincuenta años- lo que, comparado con otras políticas (defensa, relaciones exteriores, policía, finanzas, comercio, etc.), las coloca en franca desventaja dentro del rubro de los sistemas de información ya establecidos y que son necesarios para realizar evaluaciones. En la mayoría de los países, las políticas culturales carecen de profundidad de campo en el tiempo y revelan un gran déficit de observación.

Cuántas veces se han tomado decisiones de manera intuitiva, bajo ciertos “caprichoso” de tal o cual dirigente, o bajo mucha presión. Por ello, el considerar la aplicación de la evaluación en el campo de la cultura nos lleva a un doble reto: un reto democrático, porque evaluar políticas y pro- gramas basándonos en la trilogía objetivos/medios/resulta- dos implica instaurar una nueva relación entre la decisión política responsable y los ciudadanos; y un reto técnico y profesional, porque la evaluación debe ser capaz de justificar su metodología de trabajo y, a menudo, el reto de producir información útil para el trabajo de los evaluadores.

Más que todas las otras, las instituciones culturales necesitan de la evaluación para validar sus decisiones, desarrollar correctamente sus acciones, integrar sus decisiones en el orden de necesidades reales y mejorar la experiencia de todos los involucrados.

LOS MÉTODOS DE EVALUACIÓN: CONCERTACIÓN E INDICADORES

Más que cualquier otra administración, la cultural a me- nudo es acusada de gastar el dinero público sin discernimiento y sin medida. Más que cualquier otra, funciona al “capricho” o al cabildeo. No sólo el desarrollo de prácticas de evaluación puede permitir que se haga justicia a estas acusaciones, pero sí puede, y debe, permitir fortalecer la defensa de los presupuestos culturales en un Estado democrático.

La lucha por la atribución de recursos necesarios es un elemento normal en una democracia. La cultura no puede ser defendida únicamente con argumentos humanistas: se le debe agregar la capacidad de definir claramente objetivos de las políticas, los medios y los resultados obtenidos.

Muchos de aquellos con capacidad de tomar decisiones prefieren el olvido de las acciones llevadas a su justa evaluación y muchos de los actores de la cultura consideran la evaluación como una “intromisión policíaca” en su trabajo. Es necesario por lo tanto destruir los malos entendidos y hacer evolucionar las prácticas de decisión, para construir políticas públicas en la continuidad y la eficacia.

Es por ello que toda acción de evaluación es, ante todo, una acción de concertación: concertación con los que deciden, para esclarecer los objetivos de las políticas o programas; concertación con los actores en campo, para evaluar justamente los medios materiales y humanos; concertación con las metas de las políticas y los programas, para validar la pertinencia de los objetivos de los que deciden. Estas diferentes concertaciones representan, evidentemente, un trabajo cualitativo que debe ser llevado de manera rigurosa (vía cuestionarios y entrevistas validadas en común y con representatividad).

A partir de este trabajo se pueden formular una serie de hipótesis que permitan avanzar hacia exploraciones más profundas, en tal o cual sector, sobre tal o cual pregunta.

Practicando este primer acercamiento, la evaluación “construye” la información que requiere para avanzar y traza su propia vía, lejos de los intereses de los actores, interesados en restituir una apreciación original de las relaciones entre decisión, implementación y recepción.

Cuando esta visión está construida, cuando la información está disponible, entonces la evaluación puede avanzar hacia la construcción de indicadores que permitan ilustrar

los puntos clave de los procesos despejados. Estos indicadores deben ser objeto de una concertación para ser aceptados por todos y convertirse en instrumentos útiles al de- bate constructivo. En efecto, ¿de qué serviría un indicador rechazado por los actores de políticas culturales o por los ciudadanos? ¡No sería más que una herramienta muerta, por más sofisticada que fuera su construcción!

Simple o no, cuando un indicador es aceptado por todos, vía una buena concertación, puede convertirse en una formidable herramienta de diálogo para los profesionales y un buen soporte del debate entre profesionales culturales y ciudadanos.

Por otra parte, las políticas culturales son a menudo opa- cas y resistentes a la evaluación porque, en general, no se ha desarrollado lo suficiente una cultura de observación y de información. Es por ello que las prácticas de evaluación se desarrollan poco y a menudo se entienden mal. He ahí un amplio campo de acción para reflexionar acerca del concepto de modernización de las políticas o de las instituciones.

Finalmente, esta básica reflexión sobre la importancia de la evaluación, y su falta de desarrollo en el terreno cultural, nos recuerda que no podemos olvidar que entrar en la cultura de la información es imposible sin antes tener como objetivo la profesionalización del personal involucrado, así como una mayor claridad en los circuitos de decisión. Es claro que el objetivo no es cuestionar a la gente: lo que se pone sobre la mesa son mejoras a las políticas públicas. A final de cuentas, es esta mejora el verdadero objetivo y resulta claro que la evaluación puede convertirse, en lo general y en lo particular, en una formidable herramienta para las políticas e instituciones culturales, que debe ampliarse y solidificarse como práctica para la toma de decisiones, de manera que se pueda para contar, cada vez mas, con instituciones modernas y eficientes que puedan rendir cuentas a los ciudadanos con bases certeras.

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