Evaluar es una práctica reciente en el sector público y, en general, en el mundo. Podemos decir que los primeros balbuceos de las prácticas de evaluación se remontan a la década de los sesenta (por una preocupación financiera primordialmente, como se observa con la creación de la General Accounting Office en EU, por ejemplo) y, poco a poco, su reflexión se ha ido desarrollando, diferenciándolas de las simples prácticas de auditoría y control.
La auditoría y las prácticas de control se conocen desde hace tiempo en los sectores privado y público. Recordemos sus características principales:
- La auditoría y el control se fundamentan sobre reglas estrictas preexistentes que com- prometen la responsabilidad de los agentes (reglas de contabilidad pública o privada, de manejo de fondos y presupuestos, de mercado, de oferta y demanda, etc.);
- son ante todo medidas de conformidad y procedimiento, aplican las reglas y apuntan las faltas;
- se llevan a cabo por especialistas externos a la actividad controlada (despachos de auditores, de contadores, etc.) quienes se en- cargan ante todo de medir el respeto a las reglas y poco les conciernen los problemas concretos relacionados con el trabajo de los agentes;
- derivado de su apego a las verificaciones de conformidad estos agentes son llevados, inevitablemente, ya sea a juicios binarios (conforme/no-conforme) o a sanciones contra las personas (debido a la falta de respeto de las reglas).
Por su desarrollo (inicio década de los noventa) la evaluación se ha alejado tajantemente del anterior grupo de características y ha desarrollado prácticas originales que le han permitido convertirse en una útil y real herramienta de ayuda en la toma de decisiones públicas.
Los que deciden en el sector público, en efecto, no tienen necesidad de evaluaciones que verifiquen reglas o sancionen fraudes (son herramientas con las que ya cuentan vía auditorías), sino recurren a la evaluación para tener una retroalimentación realista acerca de las políticas o los programas que llevan a cabo y mejorar o reorientar estos últimos.
En ese sentido, la evaluación no es una herramienta tajante o de sanción: es una herramienta de comprensión de las dinámicas que ligan las políticas en curso, las evoluciones de las sociedades y los deseos de los ciudadanos. Así, podemos decir que la evaluación es una disciplina de la información inteligente, que tiene como fin mejorar la de- cisión pública.
A la naturaleza de la evaluación se le confieren características específicas:
- La evaluación de las políticas públicas no funciona sobre reglas preestablecidas de conformidad: genera sus propias reglas y procedimientos después de un análisis concreto de la política o del programa específico a evaluar.
- La evaluación no aprecia “faltas a las reglas”, pero analiza de manera dialéctica las relaciones entre los objetivos de la política, los medios utilizados y sus resultados. Esta “trilogía” (objetivos/medios/resultados) es esencial para captar la especificidad de la evolución.
- Contrariamente a la auditoría, la evaluación es imposible si no toma en cuenta la especificidad del terreno considera- do y las particularidades del trabajo de los actores.
- La evaluación no juzga a las personas, juzga los procesos; no prevé la sanción, al contrario, permite una mejor orientación general de las políticas, o de los programas, gracias a propuestas de mejora (en la organización, la distribución de recursos, la formación de personal, las estrategias de comunicación, por ejemplo).
- Los resultados de la evaluación deben ser públicos, para que ésta verdaderamente tenga sentido y pueda establecer ligas entre la sociedad y los que deciden.
Por otra parte, y siguiendo con nuestra reflexión sobre la evaluación, podemos decir que, de manera general, se pueden asignar dos objetivos a las prácticas de evaluación:
- El objetivo administrativo: una evaluación destinada a los que deciden en cuestiones administrativas (grandes administraciones y consorcios culturales, por ejemplo), cuyo objetivo final consiste en permitirles una mejor elaboración de políticas, estrategias y proyectos, así como una mejor conducción o reorientación de acciones en curso de ejecución.
- El objetivo democrático: una evaluación destinada a alimentar el debate público y la reflexión de instancias de representación nacional (diputados, senadores, comisiones especializadas).
Estos dos tipos de evaluación pueden funcionar de manera separada en rutas independientes (la segunda pudiendo utilizar los resultados de la primera).
Tradicionalmente se distinguen tres fórmulas generales de evaluación:
- Evaluación “ex post”, o de resultados;
- Evaluación “ex ante”, o de impactos;
- Evaluación “a tempore”, o concomitante.
Como ya se mencionó, la evaluación enlaza objetivos, medios y resultados. Es un juicio cualitativo del cual se des- prende como primera función la mejora de las políticas y competencias, así como el enriquecimiento del debate público con elementos no polémicos de juicio.
Por lo tanto, la vocación fundamental de las prácticas de evaluación consiste en:
- Producir una retroalimentación de información útil para los que deciden y los actores, permitiéndoles el mejoramiento de políticas y acciones.
- Calificar la pertinencia de acciones y programas en relación con el gasto público invertido en ellos, haciendo más claro su uso para los ciudadanos y sus representantes.
La evaluación supone, finalmente, un diálogo cercano y en confianza con las personas encargadas de tomar decisiones. Nos queda claro que las evaluaciones tienen más peso si son solicitadas por parte de los que deciden (ministro de Cultura, por ejemplo) o el Congreso. Estas solicitudes constituyen un reconocimiento al valor de los resultados, por un lado, y por el otro acrecentan la legitimidad de las acciones que han sido evaluadas.
Dicha liga con lo político resulta siempre difícil y, a ve- ces, incluso complicada, pero es indispensable para que la evaluación se desarrolle como una práctica normal, permitiendo simultáneamente el debate democrático y la profesionalización de las instituciones.