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IMAGINARIOS Y REALIDADES DE LAS EPIDEMIAS

Educación y Pandemia

En periodos de epidemias y de guerras, la muerte es la protagonista. Durante la transición de la Edad Media a la llamada Edad Moderna, la presencia de la peste en Europa fue cada vez más esporádica, pero en el siglo XVII, los brotes fueron más violentos. Italia, por ejemplo, perdió 14 por ciento de sus residentes en la primera mitad de dicha centuria; Barcelona, 40 por ciento de sus habitantes, y Sevilla, en apenas dos años (1649-1650), enterró 60,000 habitantes de un total de 120,000.

Estos episodios cíclicos se acompañaron de pánico colectivo y muchas veces de carestía de alimentos —lo que se conoce como crisis de subsistencia. El paisaje era desolador y lo sufría toda la población por igual. En este escenario, dice el historiador francés Jean Delumeau, se fueron integrando en la memoria colectiva diversas representaciones de la peste. Se le podía identificar como una nube devoradora venida del extranjero que se desplazaba de comarca a comarca a gran velocidad, sembrando la muerte a su paso; como un incendio, que si comenzaba en una gran ciudad, incrementaba su furia y podía devastarla en toda su extesión; finalmente, era también una lluvia de flechas abatiendo repentinamente a los hombres por voluntad de un dios colérico.

El lector debe saber que, en aquella época, los hechos sobrenaturales eran parte de las explicaciones para entender el mundo y que las noticias se transmitían de boca en boca. En este proceso, su divulgación memorizada podía tomar la forma de chismes o de libelos. Esta literatura popular, conocida como pliegos de cordel, según Claudia Carranza, “se caracterizó por explotar los temores básicos a partir de relatos espeluznantes sobre castigos sobrenaturales”, en una sociedad mayoritariamente analfabeta; las narraciones más escabrosas fueron transmitidas mediante la lectura colectiva en calles, plazas y demás lugares públicos. Con el tiempo, dichas historias se convirtieron en verdaderos productos culturales; podríamos decir que fue la materialización del miedo como cultura.

En este tráfico de rumores, junto a las repetidas reapariciones de las epidemias, que generaban un estado de ansiedad y miedo en las poblaciones, ¿cómo combatieron las autoridades políticas y religiosas estas representaciones escatológicas y apocalípticas? Numerosos bandos y avisos fueron fijados en muros, puertas y demás lugares públicos; correspondía al pregonero, personaje que recorría las calles y plazas, vociferar los comunicados oficiales que, primordialmente, buscaban establecer normas de limpieza urbana para contrarrestar la insalubridad pública que se vivía, pues la calle era el lugar para desalojar la basura, las aguas sucias y los excrementos humanos. El incumplimiento de las órdenes fue lo natural en estos tiempos de mucha pobreza y poca infraestructura; así, el terreno para la muerte estaba preparado. La peste tenía en las pulgas y las ratas sus vectores específicos de transmisión, pero la acumulación de basura y los abundantes residuos en descomposición contribuyeron a que el contagio interhumano se difundiera con prontitud.

Sin embargo, el recurso más recurrente para combatir los temores colectivos fueron las imágenes religiosas y las procesiones, particularmente antes de la Ilustración. La Iglesia revalorizó a san Sebastián como una de las advocaciones contra las epidemias. Este santo, según sus hagiógrafos, había muerto acribillado a flechazos. El tema de las flechas se retoma en la iconografía, pero con un sentido particular: los devotos se convencieron de que su culto los protegía de las flechas de la peste. Fue en la transición del

siglo XVI  al XVII cuando se multiplicaron en la Europa católica las advocaciones especializadas contra diversas calamidades, las hubo contra los incendios, las inundaciones, los terremotos, los rayos y, desde luego, la peste; ésta última desapareció de Occidente en 1721.

Del otro lado del Atlántico no debió ser tan diferente la forma de asumir el trauma psíquico que conllevó ver morir a tanta gente a causa de una “enfermedad con prisa”. La Conquista de México o lo que algunos definen como la expansión imperial de la monarquía de Castilla y Aragón, trajo consigo un circuito de intercambios que, por primera vez, tenían una dimensión planetaria; había un tránsito constante de personas, animales, textiles y metales, así como de enfermedades entre el Viejo y el Nuevo Mundo.

La catástrofe demográfica de la población indígena fue ocasionada, más que por la guerra, por el funesto efecto de la viruela, introducida en Mesoamérica en 1520. La tragedia humanitaria fue de tal magnitud que hasta el día de hoy los especialistas no se ponen de acuerdo en las cifras, que van de 3 a 10 millones de personas fallecidas. Veinticinco años después, otra enfermedad volvió a arrasar a los habitantes de la nueva sociedad novohispana: el sarampión. Tras estas dos epidemias, desaparecieron pueblos enteros, particularmente en las regiones costeras.

Ya con defensas biológicas y ciertos recursos específicos para combatirlas, los siglos venideros fueron más benévolos, pero las diversas epidemias conocidas bajo el término genérico de peste continuaron. Fue la Iglesia quien tomó la batuta mediante la caridad y la asistencia en la fundación de algunos hospitales. Para calmar el estado anímico colectivo y la creencia de un castigo divino, la religión se presentó, frente a estas nuevas poblaciones originarias, europeas, africanas, mestizas y asiáticas, como el único agente para la salvación espiritual. Esto le permitió tener mayor influencia social en un contexto donde las causas y soluciones cotidianas estaban en el bien o en el mal, en dios o en el diablo.

Protégeme de todo mal, guárdame de todo peligro…

En su diario, don Gregorio Martín de Guijo registró, entre 1648 y 1664, diversas noticias de la Nueva España, por ejemplo: tempestades de aire y agua, temblores, sequías, carestía de maíz y de trigo, y diversas enfermedades como el cocoliztli y las viruelas. Su texto describe cómo la sociedad respondía en estos momentos críticos mediante rogativas por la salud. Fue la Virgen de los Remedios, advocación española cuya ermita se ubicaba a las afueras de la ciudad, en Naucalpan, la que escogieron los habitantes de la capital del virreinato para rogar por el alivio de los males colectivos.

En ese mismo siglo, pero en Potosí —virreinato del Perú—, se llevaron a cabo procesiones por la esterilidad del tiempo, para lo que se trasladaba a Nuestra Señora de Copacabana de su parroquia a la iglesia mayor. En el virreinato de la Nueva Granada, el jesuita san Francisco de Borja fue nombrado patrono protector en la villa de la Candelaria, en Medellín, contra “temblores, borrascas y tempestades” en 1730. En el bajío novohispano, la Virgen del Pueblito era llevada en procesión desde su templo a la ciudad de Querétaro cuando azotaba alguna epidemia. Como se dijo antes, la gente concebía estas enfermedades como un castigo divino, por esa razón recurrieron a ciertas imágenes marianas, cristos y distintos santos con atributos especiales para aliviar la salud; eran creencias populares que podían ayudar a calmar la incertidumbre, pero no ofrecieron ninguna solución real.

El siglo XVIII fue un periodo crítico con epidemias como el matlazahuatl, la viruela y el sarampión. Hubo sequías y plagas de langosta, heladas, insuficiencia alimentaria, y huracanes, que en el Golfo de México y las costas del Pacifico devastaron poblaciones enteras.

No obstante, fue durante la segunda mitad de esta centuria cuando la viruela adquirió una renovada fuerza en América. Según Chantal Cramaussel, la mortalidad que causó en la Nueva España en 1778-1782 no tiene comparación con las epidemias posteriores; fue la que dejó mayores estragos en la última fase de la historia colonial. “La velocidad de la propagación de la viruela desde la Ciudad de México hacia el norte fue fulminante”, dice Cramaussel. A fines de 1779 estaba ya en Durango y llegó a Sinaloa y Sonora en marzo de 1780. Humboldt señaló: “todas las noches andaban por las calles los carros para recoger los cadáveres, como se hace en Filadelfia en la época de la fiebre amarilla”. El virrey Martín de Mayorga atestiguaba que “no se veían en la calle sino cadáveres, ni se oían en la ciudad sino clamores y lamentos”. Ambos testimonios se referían a la Ciudad de México en 1779. Fue en estas situaciones de malestar cuando también se multiplicaron pasquines y rumores con noticias falsas, discursos que afirmaban que se avecinaba el fin del mundo; la incertidumbre sacaba el lado más irracional de los pobladores, cualquier cosa se podía esperar.

En plena Ilustración, las autoridades capitalinas emitieron diversos bandos en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX. Prohibieron que se arrojase basura, “estiércoles ni otras inmundicias a las calles”, aplicando diversas penas para quien no lo acatase. Se recomendaba también que los vecinos en tiempos de verano y seca regaran con agua limpia las calles por las mañanas, “y no por las noches”. Otra comunicación oficial de 1802, referente al reglamento de coches, prohibía que se alquilaran para conducir enfermos y trasladar cadáveres; sólo se permitía “llevar heridos o accidentados”. Diez años después, otro prohibió que las casas de alquiler de ataúdes, sábanas, almohadas y camas para los cadáveres siguieran operando en el centro, por lo que les dio cuatro días para mudarse a los arrabales o periferia de la ciudad, y de esta manera evitar que la “peste devoradora” se difundiera.

La ciencia ya estaba presente en el virreinato; sin embargo, correspondió a los curas transmitir los mensajes desde el púlpito. En el último cuarto del Siglo de las Luces se dijeron sermones que referían a algún reglamento de salud y se indicaba la manera correcta de alimentarse, vestirse, evitar las enfermedades, prevenir o curar las que existían. Pero aun con los saberes médicos, la gente se horrorizaba en estos periodos ante la extraordinaria mortalidad, por lo que las procesiones continuaron. Dominó entonces un discurso providencialista que buscó encontrar las causas y los efectos para enmendar el destino catastrófico. Obispos y sacerdotes instaron a sus feligreses a reconocer sus pecados, confesarlos y pedir perdón, para aplacar la ira de dios.

Ayer como hoy, en momentos de crisis frente a las epidemias o pandemias, los imaginarios y las realidades se entremezclan, la incertidumbre se generaliza y la difusión de rumores inunda el espacio cotidiano. Ante tal situación, la gente suele acudir a ciertos símbolos religiosos o de otro tipo, no para remediar el mal en sí, sino para encontrar un poco de esperanza en un círculo social con pocas certezas. En estos tiempos de covid-19, la Iglesia ha tenido que cerrar sus parroquias, las ceremonias religiosas masivas y procesiones son inviables, y en cambio están las nuevas tecnologías que difícilmente comunican emociones. A la par, un sector de la sociedad civil ha tenido diversas acciones solidarias que no debemos olvidar. Las noticias falsas continúan y los miedos colectivos han hecho que el personal médico reciba agresiones. Ya no se cree en el castigo divino, pero mientras la ciencia y las autoridades encuentran la solución, las poblaciones en el mundo buscan medios para mejorar su estado anímico.

Referencias

Carranza Vera, Claudia (2014), De la realidad a la maravilla. Motivos y recursos de lo sobrenatural en relaciones de sucesos hispánicas (s. XVII), México, El Colegio de San Luis.

Castillo Gómez, Antonio (2016), Leer y oír leer. Ensayos sobre la lectura en los Siglos de Oro, Madrid, Iberoamericana-Vervuert.

Cramaussel, Chantal (ed.) (2010), El impacto demográfico de la viruela en México de la época colonial al siglo XX: La viruela antes de la introducción de la vacuna, México, El Colegio de Michoacán.

Delumeau, Jean (2002), El miedo en Occidente, México, Taurus.

Texto Original

Rafael Castañeda García
Investigador Asociado C Doctorado en Historia, El Colegio de Michoacán SNI Investigador Nacional, nivel I

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