La COVID-19 no es sólo una emergencia sanitaria, financiera y económica, sino que de manera correlativa representa un fuerte trastocamiento de la escolarización mundial a una escala que nunca habíamos visto, debido a que la mayoría de los gobiernos han cerrado temporalmente todas las instituciones de enseñanza para evitar la propagación de la pandemia, afectando de esta manera a millones de alumnos.
El cierre de las escuelas, sobre todo de educación básica, ha afectado a toda la sociedad, pero en particular y de manera más acentuada a la población vulnerable, que vive en entornos definidos por la pobreza, la baja escolarización y el trabajo informal; este sector es el que tiene menos posibilidades de educación al margen de la escuela. Hacia 2018 y de acuerdo con Coneval, más de 52 millones de mexicanos vivían en situación de pobreza y 36 millones fueron considerados como población vulnerable por carencias sociales, uno de cuyos indicadores refiere al rezago educativo, el cual ascendía a 21 millones de habitantes.
Si bien algunos países de Occidente, entre otros, han puesto en marcha una variedad de opciones innovadoras y plataformas, a partir de la nueva relación con las pantallas, para impedir que la enseñanza y el aprendizaje fuesen interrumpidos, la realidad mexicana, al igual que, en general, la latinoamericana, enfrenta múltiples obstáculos materiales, sociales y económicos para dar continuidad al proceso de escolarización, a pesar de las estrategias emprendidas por los dirigentes del ramo. Así, esta problemática ha devenido en una preocupación nacional que se ha inscrito de manera emergente en el discurso público por parte de las autoridades de la salud, de la educación, de la economía, de las finanzas, de los derechos humanos, de las relaciones exteriores, etcétera, al igual que de la iniciativa privada.
En el caso de México, podemos reconocer el esfuerzo inédito, en términos de oportunidades de aprendizaje, que la sep ha emprendido de manera reciente en la educación básica, con la intención de que el alumnado pueda avanzar en su proceso formativo y, verdaderamente, hay que aplaudir la rápida respuesta de las autoridades educativas, así como los extraordinarios e intensos esfuerzos que los maestros, padres de familia y los mismos estudiantes están desplegando. Sin embargo, las dos opciones instauradas con respecto a “Aprende en casa”, en línea y en televisión (en varias cadenas), no sólo van a impedir alcanzar los objetivos de aprendizaje previstos en los planes y programas de estudio, sino que van a reflejar —y ya lo están evidenciando— una de las caras de las desigualdades sociales, económicas y culturales del país, como más adelante lo constatamos a través de una entrevista.
Podemos preguntarnos ¿cuántos alumnos de preescolar, primaria y secundaria —cuyo total para el ciclo 2018- 2019 ascendía a 25,493,702 (sep, 2019)— tienen acceso en sus casas a la plataforma o a los programas televisivos? Según la encuesta desarrollada por el INEGI (2019), 73.1 por ciento de los habitantes del país son usuarios de internet en las zonas urbanas, mientras que en las rurales sólo 40.6 por ciento. Por otro lado, mientras 92.9 por ciento de los hogares cuentan con televisión, sólo 52.9 tiene acceso a internet, y únicamente 44.9 dispone de una computadora. Aunado a esto, como bien sabemos, la situación nacional es muy heterogénea, si consideramos las grandes brechas que separan la región sureste de la del norte: los estados de los hogares más desfavorecidos con respecto al acceso a internet son Chiapas, Oaxaca, Tlaxcala, Guerrero y Veracruz, mientras que Sonora, Baja California Sur, Quintana Roo, Baja California y Nuevo León representan las entidades federativas con mayor conexión a internet, pues más de 60 por ciento de sus hogares tiene acceso a este servicio (INEGI, 2019).
Con todo, la cuestión también se plantea en el seno de las familias que cuentan con acceso a internet; es decir, en la población favorecida que teórica y aparentemente podría continuar con los cursos. Podemos preguntarnos si es conveniente asignar horas de conexión, cantidad y modalidad de trabajos, tiempos específicos para desarrollarlos, etcétera, sin tomar en cuenta las condiciones materiales, psíquico-afectivas y humanas de los alumnos.
Son varios los retos que se experimentan en estas difíciles circunstancias, incluso con estudiantes de la población no vulnerable, entre los que podemos puntear sólo algunos:
a) Los hijos de familias que sólo tienen una computadora o tablet, y cuyos padres se encuentran laborando en la modalidad de trabajo en casa, tienen dificultades para acceder a los cursos en línea. Asimismo, aunque tengan televisión, puede tratarse de un solo aparato para todos los habitantes del domicilio, los cuales no siempre logran conciliar los horarios para dejar a los niños ver las emisiones escolares.
b) Aunque se puede contar un buen número de profesores experimentados y competentes en el manejo de las tecnologías, no todos están familiarizados con las pantallas y, sobre todo, con la enseñanza a distancia; en realidad, es raro encontrar personal docente formado y preparado para esta tarea. Así, muchos maestros han tenido que iniciarse de manera muy precipitada para adquirir un nivel mínimo de competencias, en virtud de que el desarrollo de éstas requiere tiempo. Por lo tanto, es de reconocer el titánico esfuerzo que están desplegando los maestros y todos los integrantes de este nivel para trabajar a distancia con aquellos alumnos que cuentan con las condiciones para hacerlo. No obstante, tampoco la totalidad de la planta docente cuenta con acceso a internet en la casa y, en consecuencia, no puede trabajar como lo ha establecido la SEP, hecho que irremediablemente tendrá que ser considerado para evitar cualquier injusticia en términos salariales.
c) Por lo menos, los niños de preescolar y primaria requieren del acompañamiento de los padres para poder trabajar en línea y apropiarse de las herramientas que les permitan desarrollar las actividades que están previstas para cada grado escolar. En todo caso, deben estar disponibles para, con cada uno de sus hijos, seguir en línea o a través de los programas televisivos los planteamientos y los trabajos que ahí se indican. Sin embargo, es imposible aseverar que todos los padres de familia se encuentran en condiciones intelectuales y psíquico-afectivas para manejar, por un lado, los contenidos de los programas y, por otro, las tecnologías puestas en marcha para los diferentes grados. Tampoco se puede dar por sentado su capacidad para acompañar a los hijos en los aprendizajes; es decir, convertirse en pacientes y tenaces asistentes de los maestros para alentar a los alumnos, explicarles lo que no comprenden, ayudarlos a organizar su tiempo, interpretar las orientaciones orales y escritas que les plantean, reconocer y valorar sus esfuerzos, entre otras cosas. En cuanto a los estudiantes de secundaria, es de destacar que se conectarán y trabajarán aquellos que lo desean, porque aun cuando cuenten con acceso a internet, probablemente habrá algunos que desaparecerán de las pantallas con el paso del tiempo, pues comúnmente las usan para otros fines.
Así, en este pequeño texto pretendo poner de manifiesto la manera en que la COVID-19 ha develado las desigualdades sociales, económicas y culturales, a pesar de la diversidad de soportes y canales puestos en marcha para que los alumnos continúen aprendiendo. Para este efecto, entrevisté a una alumna de 10 años que cursa actualmente el 5.o grado de primaria —en adelante Paula— e incluyo exclusivamente unos fragmentos de los diálogos por motivos de espacio, no sin antes presentar un breve encuadre de su contexto familiar, socioeconómico y habitacional.